Bajo el sol del vino y la zamba
Llegamos a Salta cuando la tarde ya se inclinaba sobre los cerros, y un aire tibio, perfumado de tierra y albahaca, nos dio la bienvenida. La ciudad respira historia: balcones de adobe, rejas que guardan silencios antiguos y ese modo amable que tiene el norte de abrir sus puertas sin apuro.
El camino hacia los Valles Calchaquíes se desplegó como una cinta de colores. Entre cardones erguidos y sombras de nubes, cruzamos pueblos que huelen a pan casero y leña. La Quebrada de las Conchas nos recibió con su paisaje imposible: formaciones rojizas que parecen encenderse con el sol, gargantas que resuenan como bombos y vientos que afinan quenas invisibles.
En Cafayate el vino se vuelve idioma. Copas que reflejan el cielo, risas que se mezclan con el canto de una guitarra y el eco suave de una zamba que alguien improvisa en la vereda. En la mesa, empanadas, tamales, queso de cabra y un torrontés que perfuma las manos. Todo parece detenerse unos segundos, como si el tiempo también quisiera brindar.
Seguimos hacia Cachi, enredándonos entre caminos de ripio, curvas y montañas que guardan el secreto de los antiguos. Allí, la siesta tiene otro sonido, y el silencio se siente lleno, como si habitara la memoria de quienes pasaron antes.
Al regresar, llevamos en la piel el polvo del valle, en los ojos la luz de la tarde salteña y en el alma la música que aún resuena. Porque en cada viaje comprendemos un poco más que el camino no termina cuando volvemos, sino cuando logramos quedarnos —aunque sea un instante— dentro de aquello que nos hizo sentir en casa.















